En la Sevilla de los soles caídos, donde la tradición se mezcla con la modernidad en un baile interminable, David Cerda, filósofo de nuestra era digital, se plantó frente a 180 jóvenes y desató un torbellino de ideas que resonaron como campanas en la tarde. Su discurso, un desafío al relativismo moral, fue más que una conferencia: fue una llamada a las armas, un recordatorio de que la ética es, y debe ser, el desfibrilador de una sociedad en riesgo de paro moral.
Cerda, con voz rasgada pero firme, se enfrentó al enemigo más insidioso de nuestro tiempo: la noción de que todo vale, de que no existen verdades objetivas en la moral. Es el relativismo moral, esa ideología que todo lo devora en su afán por justificar cualquier acto bajo el manto de la subjetividad. "No hay diferencia objetiva entre el bien y el mal", repiten los relativistas, como si el eco de su propia duda fuera prueba suficiente para desmontar siglos de civilización.
Pero Cerda, cual matador en la arena, no se dejó amedrentar. Con la precisión de un cirujano, desmontó las falacias de aquellos que niegan la existencia de verdades morales. Recordó a su audiencia que la ética, lejos de ser un entretenimiento para intelectuales o un capricho cultural, es el fundamento sobre el cual se erige toda sociedad que aspire a ser algo más que un conglomerado de individuos egoístas. "O la ética es objetiva o no sirve para nada", proclamó con la contundencia de quien sabe que su vida y la de los demás dependen de ello.
Cerda no se limitó a la teoría; nos puso frente al espejo de nuestra historia y nuestro progreso. En un ejercicio de memoria, nos recordó que hemos llegado hasta aquí porque hemos sabido identificar y corregir lo que estaba mal. Desde la abolición de la esclavitud hasta la conquista de derechos que hoy damos por sentados, cada paso hacia adelante ha sido un reconocimiento de que hay formas de vivir mejores que otras, que no todo es relativo, y que las verdades morales son el faro que nos guía en la tormenta de la incertidumbre.
La fuerza del argumento de Cerda reside en su capacidad para conectar lo abstracto con lo concreto. Habló de cómo hoy, en nombre de un mal entendido progresismo, muchos niegan la objetividad moral, olvidando que todo avance genuino ha sido posible precisamente porque hemos tenido un criterio para medir lo que es mejor. ¿Acaso una mujer no vive mejor hoy en España que hace 200 años? ¿No es evidente que la igualdad de oportunidades y la libertad son superiores a su ausencia? El relativismo, en su intento por nivelar todas las creencias, niega el propio concepto de progreso. Porque, ¿cómo progresar sin un ideal, sin una verdad que guíe nuestros pasos?
Cerda concluyó con una imagen potente: la ablación genital femenina. "¿Está mal solo porque lo dice Occidente, o porque es objetivamente una atrocidad?" No hay relativismo que valga ante el dolor y la injusticia. La ética, como el desfibrilador que mencionó al inicio de su discurso, es lo que revive lo mejor de nosotros, lo que impide que nos desmoronemos bajo el peso de nuestra propia indolencia.
En un mundo que cada vez más se inclina hacia la comodidad de no juzgar, de aceptar sin cuestionar, David Cerda nos recordó que hay batallas que aún deben librarse. No con espadas, sino con ideas. No con violencia, sino con convicción. Porque la ética, cuando es objetiva, no solo salva vidas; salva almas. Y en estos tiempos, no hay nada más urgente que eso.
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