Noche veraniega en Barcelona. Más de 100 jóvenes -y no tan jóvenes- rodean a Juan Soto Ivars, quien, con su pose acostumbrada, fuma como un carretero. El video lo tienes en Youtube pero, como algunos sois muy vagos, hemos pensado sería buena idea escribir un breve artículo que nos permita pensar leyendo, sin necesidad de escuchar hora y media de charla y debate. Este artículo, enviado por un asistente al thinkglao de Soto Ivars
, nos ayudará a conseguirlo.
En la era de la peste digital, el miedo a la vergüenza ha emergido como el nuevo y más insidioso Leviatán que gobierna nuestras vidas. Los grandes temores históricos que asolaron a la humanidad durante siglos—la peste, el demonio, la represión política—han cedido su lugar a una nueva forma de control social, tan omnipresente como invisible: el miedo a ser avergonzados públicamente. En tiempos pasados, el poder para callar a los disidentes y a los inconformes residía en manos de instituciones poderosas. Hoy, en cambio, ese poder se ha democratizado y se ha trasladado a la arena de las redes sociales, donde cualquiera puede convertirse en juez, jurado y verdugo.
Ya no necesitamos de un tribunal inquisitorial para ver nuestras vidas destruidas. Ahora, un simple comentario mal interpretado, una foto fuera de contexto o una opinión que no se alinea con la corriente dominante pueden desencadenar un linchamiento social sin precedentes. Este fenómeno, que en otro tiempo habría parecido inimaginable, es ahora una parte integral de la vida moderna. Y lo que es peor, nos hemos convertido en cómplices voluntarios de este sistema.
Las redes sociales, que en sus inicios prometían ser espacios de libertad y de intercambio de ideas, se han convertido en el nuevo patíbulo digital donde las turbas se congregan para señalar, juzgar y destruir. Este nuevo poder, que antes estaba reservado para los medios de comunicación masivos o las autoridades estatales, ahora está al alcance de cualquier persona con un smartphone. El anonimato y la inmediatez permiten que cada usuario, sin importar su formación o responsabilidad, se convierta en un inquisidor moderno, capaz de arruinar reputaciones con un solo clic.
Este es el contexto en el que se dio el caso de James Damore, un ingeniero de Google que fue despedido por expresar una opinión contraria al consenso ideológico dominante en su empresa. Damore participó en un debate interno sobre la falta de mujeres en los cargos de ingeniería, y lo hizo de manera argumentada y respetuosa. Sin embargo, una vez que su memorando fue filtrado a la prensa, fue etiquetado como machista y despedido sumariamente. Este episodio es un ejemplo claro de cómo el miedo a la vergüenza pública ha creado una cultura de autocensura asfixiante. Nos decimos que tenemos libertad de expresión, pero la realidad es que esa libertad se ve constantemente coartada por el temor a las represalias sociales.
Pero este no es un fenómeno nuevo. La vergüenza ha sido utilizada como arma de control social desde tiempos inmemoriales. Durante la Inquisición, los herejes eran expuestos públicamente y ridiculizados antes de ser condenados. La vergüenza era un preludio al castigo físico, una forma de asegurarse de que la sociedad entera repudiara al condenado. Lo que ha cambiado hoy es la magnitud y la velocidad con la que se puede infligir esta vergüenza. Mientras que en el pasado se necesitaba un tribunal y un proceso formal, hoy basta con que un tuit se vuelva viral para que el juicio se lleve a cabo y la condena se ejecute en cuestión de horas.
Este cambio ha tenido consecuencias profundas en nuestra sociedad. Por un lado, ha dado lugar a una cultura de superficialidad, donde el debate profundo y significativo es sustituido por eslóganes y frases ingeniosas diseñadas para ganar el aplauso rápido. Nos hemos convertido en esclavos de la opinión pública, y el miedo a la vergüenza nos impide expresar lo que realmente pensamos. En lugar de utilizar las redes sociales como plataformas para el intercambio de ideas y el debate constructivo, las hemos convertido en arenas de gladiadores donde la reputación de una persona puede ser destruida en un instante.
La vergüenza, que en otros tiempos era una emoción íntima y personal, ahora se ha convertido en un espectáculo público. Y el precio que pagamos por esto es una sociedad cada vez más polarizada, donde el miedo a ser avergonzados nos obliga a alinearnos con la corriente dominante, aunque no estemos de acuerdo con ella. Esto no solo limita nuestra libertad de expresión, sino que también socava nuestra capacidad para pensar críticamente y para cuestionar el status quo.
Pero hay un temor aún más profundo que subyace a todo esto: el miedo a la soledad. La vergüenza pública, en última instancia, es un miedo a ser expulsados del grupo, a ser condenados al ostracismo. Como seres humanos, estamos biológicamente programados para buscar la aceptación social, y la idea de ser rechazados por nuestro grupo es una de las experiencias más dolorosas que podemos enfrentar. Por eso, preferimos conformarnos, seguir la corriente, repetir las consignas que nos garantizan la aceptación, antes que arriesgarnos a ser señalados como diferentes.
Este fenómeno no es exclusivo de un lado del espectro político. Tanto en la derecha como en la izquierda, la vergüenza se utiliza como arma para mantener la conformidad dentro del grupo. Si te atreves a cuestionar las ideas de tu propio bando, rápidamente serás tildado de traidor, de hereje, y serás condenado al ostracismo. La polarización extrema en la que vivimos ha exacerbado este problema, creando cámaras de eco donde solo se escucha lo que refuerza nuestras propias creencias y donde cualquier disidencia es rápidamente aplastada.
Entonces, ¿cómo podemos escapar de esta trampa? ¿Cómo podemos recuperar nuestra libertad de expresión y nuestro derecho a pensar de manera crítica? La respuesta no es sencilla, pero una cosa está clara: requiere valentía. Valentía para expresar nuestras opiniones, incluso cuando son impopulares. Valentía para escuchar a aquellos con los que no estamos de acuerdo, sin recurrir al insulto o al linchamiento. Valentía para resistir la presión de las redes sociales y de la opinión pública, y para defender lo que creemos, incluso cuando eso signifique enfrentarnos a la mayoría.
En última instancia, la libertad de expresión no es solo un derecho; es una responsabilidad. Es la responsabilidad de crear una sociedad en la que el debate y el diálogo sean posibles, en la que podamos disentir sin miedo a ser destruidos. Si queremos escapar de las garras de esta nueva Inquisición, necesitamos reconstruir una cultura de respeto y de tolerancia, donde la diversidad de opiniones sea vista como una fortaleza, no como una amenaza.
Como dijo Juan Manuel de Prada, cuando la ciudad se vuelve loca con la expulsión de los herejes, al final en el desierto hay más gente que en la propia ciudad. Quizás sea hora de construir una nueva ciudad en ese desierto, una ciudad donde la vergüenza no sea un arma para silenciar a los disidentes, sino un recordatorio de nuestra humanidad compartida. Solo así podremos recuperar el verdadero espíritu de la libertad de expresión y escapar del control opresivo de la opinión pública.
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